lunes, 18 de marzo de 2013

Pensamientos al azar un día en la mañana

Son las siete de la mañana. Me tengo que levantar, se repite a si mismo Joaquín mientras yace boca arriba en su cama. Mira a su lado derecho y lo encuentra frío y vacío. Su mujer ha dormido una vez más en el otro cuarto. Joaquín cierra los ojos y permanece inmóvil por unos minutos, intentando evitar pensamientos. Y fracasa. Todo es culpa de los horarios, concluye.

Sentado en el borde de su cama repasa lo que le va a decir a Cifuentes. Deuda-propuesta-moto-acuerdo. Se pone de pie y abre la puerta del closet. Allí está su uniforme perfectamente planchado. Seguramente el desayuno también estará en el microondas, qué suerte. Por un momento siente la necesidad de arreglar todo. Se para en la ventana y respira profundo. ¡Que hermosa mañana! El tenue sol parece flotar con tranquilidad sobre un cielo azul que podría confundirse con el agua cristalina del océano en la madrugada. Un suave viento acaricia las hojas de los árboles mientras los pájaros cantan sobre sus ramas. Aún se puede sentir la frescura del rocío sobre el césped. Es una mañana perfecta de un día perfecto en el cual las señoras barren sus andenes y los niños salen a estudiar. Pero una parte de Joaquín encuentra repugnante esa perfección. Algo le dice que es sólo otra mañana más, otro día más para ir a los mismos lugares, hacer las mismas cosas y ver a las mismas personas.

Joaquín abre la puerta de su habitación y se dirige a la cocina.

- Hola.
- Hola – responde su mujer mientras le unta mantequilla a una rebanada de pan -. ¿Vas a desayunar?
- Sí, gracias. Pero voy a bañarme primero. ¿Para dónde vas?
- Para otra entrevista – contesta resignada mirando por la ventana de la cocina -. Estoy cansada. Esta es una empresa pequeña pero el horario me permite estudiar.
- Qué bueno. Ojalá te resulte.
- Sí. ¿Me puedes llevar?
- La moto la tiene Cifuentes. Me voy a ver con él a las nueve.
- Ah. Entonces es un hecho.
- Le voy a hacer la propuesta.
- Mañana es la cita con el médico.
- Ah, verdad. ¿A qué hora es?
- ¿Lo olvidaste?
- No, lo que pasa es que Delgado me pidió que le hiciera el turno de las seis.
- Lo olvidaste. Yo sé que tú no quieres hacerlo. De todas maneras yo voy a ir sola. Necesito comenzar ese tratamiento lo antes posible.
- ¿En serio crees que sirva de algo?
- Quizás. Es peor no hacer nada, ¿no?
- Por eso.
- Lo sé. Cuando vaya a pedir la próxima cita te llamo para que me digas tus horarios.

Entonces la mujer sale de la cocina, agarra su bolso, se retoca el cabello en el espejo de la entrada y abre la puerta. Se detiene, gira la cabeza y mira a Joaquín que permanece en la salida de la cocina.

- Tenemos que hablar.
- Lo sé.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Movimientos brownoideos

Ahora entiendo los movimientos brownoideos. Me tomó años entenderlos. Incluso después de estudiarlos, hacer analogías impensables y ganar el examen con una calificación sobresaliente.

Sea el individuo número uno una partícula aleatoria y el individuo número dos otra partícula aleatoria. Entiéndase individuo como el ser viviente con la capacidad de moverse (esto aplica tanto para una bacteria como para una ballena y dentro del rango) y entiéndase partícula como el objeto inerte de tamaño reducido (ejemplo: una piedrita). Cuando dos (o más) partículas inmersas en un fluido cuya proporción es considerablemente superior a la masa de éstas, son sometidas a una perturbación, llámese estrés, agitación u otra, que provoca un desplazamiento forzoso y aleatorio de las mismas, se dice que las partículas están experimentando un movimiento brownoideo.

Así me doy cuenta de lo partícula que he sido, que hemos sido. Yo te buscaba dormido y despierto, tenía la esperanza de encontrarte en alguna calle, en algún sueño, en una página al azar, en una canción de Billie Holiday o de Sinatra. Pero nunca te encontré y nunca entendí por qué porque nunca entendí los movimientos brownoideos. Ahora sé que no soy más que una partícula desplazándose, trazando líneas arbitrarias que se desvanecen poco a poco, inmersa en una burbuja gigante que se mueve, agitada y compleja, un fluido repugnante lleno de partículas aleatorias abriéndose paso en el día a día. Y en cada canción estás, en cada página estás, en cada calle estás y logro sentirte. Pero no volverás. Eres otra partícula en creación que se moviera como una musa, que se moviera como un halcón, bosquejando una línea paralela a la mía en algún lugar.

"Y es dulce decírtelo con las palabras que te fascinaban porque no creías que existieran fuera de los poemas, y que tuviéramos derecho a emplearlas. Dónde estarás, dónde estaremos desde hoy, dos puntos en un universo inexplicable, dos puntos que crean una línea, dos puntos que se alejan y se acercan arbitrariamente, pero no te explicaré eso que llaman movimientos brownoideos, por supuesto que no te los explicaré y sin embargo los dos, Maga, estamos componiendo una figura, vos un punto en alguna parte, yo otro en alguna parte, desplazándonos. Y poquito a poco vamos componiendo una figura absurda, dibujamos con nuestros movimientos una figura idéntica a la que dibujan las moscas cuando vuelan en una pieza, de aquí para allá, bruscamente dan media vuelta, de allá para aquí, eso es lo que se llama movimiento brownoideo, ¿ahora entendés?, un ángulo recto, una línea que sube, de aquí para allá, del fondo al frente, hacia arriba, hacia abajo, espasmódicamente, frenando en seco y arrancando en el mismo instante en otra dirección, y todo eso va tejiendo un dibujo, una figura, algo inexistente como vos y como yo, como los dos puntos perdidos en París que van de aquí para allá, de allá para aquí, haciendo su dibujo, danzando para nadie, ni siquiera para ellos mismos, una interminable figura sin sentido"*.

 *Fragmento tomado de Rayuela, cap. 34. Julio Cortázar, 1963.

jueves, 17 de enero de 2013

Historias de cronopios y de famas

Tomado de "Historias de cronopios y de famas" (Julio Cortázar, 1962)

La tarea de ablandar el ladrillo todos los días, la tarea de abrirse paso en la masa pegajosa que se proclama mundo, cada mañana topar con el paralelepípedo de nombre repugnante, con la satisfacción perruna de que todo esté en su sitio, la misma mujer al lado, los mismos zapatos, el mismo sabor de la misma pasta dentífrica, la misma tristeza de las mismas casas de enfrente, del sucio tablero de ventanas de tiempo con su letrero "Hotel de Belgique".

Meter la cabeza como un toro desganado contra la masa transparente en cuyo centro tomamos café con leche y abrimos el diario para saber lo que ocurrió en cualquiera de los rincones del ladrillo de cristal. Negarse a que el acto delicado de girar el picaporte, ese acto por el cual todo podría transformarse, se cumpla con la fría eficacia de un reflejo cotidiano. Hasta luego, querida. Que te vaya bien.

Apretar una cucharita entre los dedos y sentir su latido de metal, su advertencia sospechosa. Cómo duele negar una cucharita, negar una puerta, negar todo lo que el hábito lame hasta darle suavidad satisfactoria. Tanto más simple aceptar la fácil solicitud de la cuchara, emplearla para revolver el café.

Y no que esté mal si las cosas nos encuentran otra vez cada día y son las mismas. Que a nuestro lado haya la misma mujer, el mismo reloj, y que la novela abierta sobre la mesa eche a andar otra vez en la bicicleta de nuestros anteojos, ¿por qué estaría mal? Pero como un toro triste hay que agachar la cabeza, del centro del ladrillo de cristal empujar hacia afuera, hacia lo otro tan cerca de nosotros, inasible como el picador tan cerca del toro. Castigarse los ojos mirando eso que anda por el cielo y acepta taimadamente su nombre de nube, su réplica catalogada en la memoria. No creas que el teléfono va a darte los números que buscas. ¿Por qué te los daría? Solamente vendrá lo que tienes preparado y resuelto, el triste reflejo de tu esperanza, ese mono que se rasca sobre una mesa y tiembla de frío. Rómpele la cabeza a ese mono, corre desde el centro de la pared y ábrete paso. ¡Oh, cómo cantan en el piso de arriba! Hay un piso de arriba en esta casa, con otras gentes. Hay un piso de arriba donde vive gente que no sospecha su piso de abajo, y estamos todos en el ladrillo de cristal. Y si de pronto una polilla se para al borde de un lápiz y late como un fuego ceniciento, mírala, yo la estoy mirando, estoy palpando su corazón pequeñísimo, y la oigo, esa polilla resuena en la pasta de cristal congelado, no todo está perdido. Cuando abra la puerta y me asome a la escalera, sabré que abajo empieza la calle; no el molde ya aceptado, no las casas ya sabidas, no el hotel de enfrente; la calle, la viva floresta donde cada instante puede arrojarse sobre mi como una magnolia, donde las caras van a nacer cuando las mire, cuando avance un poco más, cuando con los codos y las pestañas y las uñas me rompa minuciosamente contra la pasta del ladrillo de cristal, y juegue mi vida mientras avanzo paso a paso para ir a comprar el diario de la esquina.

domingo, 16 de diciembre de 2012

La Profecía

Crees en la profecía. Estás tan seguro de que pasará que puedes sentir el olor de la muerte. Ahora sabes que la muerte tiene olor, de hecho lo recordaste, ya lo conoces, ese sutil aroma a flores frescas esparciéndose por doquier, mezclándose con el dolor de las personas, haciendo eterno e insoportable el momento definitivo. Y no es el tenue rayo de luz que se filtra por la cortina en la oscuridad de tu habitación lo que te hace ver con claridad lo que pasará. Es la pelota verde rodando hacia arriba. Son los edificios rústicos y monótonos, el cielo negro, sin nubes ni estrellas, que sirve de escenario para mostrarte la profecía cada vez que logras conciliar el sueño. La ansiedad es del tamaño de la pelota, que avanza como un gigante aplastando el tiempo, destrozando las teorías de física que has estudiado en la universidad.

Te sientes insignificante al no poder explicar el fenómeno de un cuerpo esférico perfecto desplazándose en dirección opuesta a su destino lógico, te atormenta ser el autor de tan horrendo sacrilegio. Newton te odiaría. Estando bocarriba en tu cama, sudando, sin saber la hora exacta, lo hallas frente a ti mirándote con desaprobación. Respirando con dificultad te percatas de la ropa y las cobijas esparcidas por el suelo, la botella de vino en la mesa de noche junto a tu billetera, los cuentos de Edgar Allan Poe y tu celular completamente descargado. Te duele la cabeza. Tienes sed, entonces decides ir a la cocina para beber un vaso de agua.

Primero pones el pie izquierdo, y sólo cuando el derecho toca el frío repugnante del piso, piensas en el error que acabas de cometer. Te arrepientes por un instante de no haber planeado con inteligencia el procedimiento. Estás mareado, sientes que todo da vueltas. Avanzas con dificultad por tu habitación, teniendo cuidado de no tropezarte con alguna prenda. A tientas, caminas por el largo zaguán que conduce al comedor. Sabes que son diez pasos y justo a la izquierda se encuentra la puerta de la cocina, tres pasos más y nuevamente a la izquierda está la nevera. Abres la puerta y no te sorprende ver lo vacía que se encuentra, al menos hay una jarra de agua. Sacas un vaso del gabinete, lo llenas hasta rebosar y comienzas a beber con rapidez su contenido, disfrutas el placer del líquido sagrado bajando lentamente por tu garganta, está helada, sientes en cada célula de tu cuerpo el éxtasis de calmar la monstruosa sed que te agobiaba, todas tus terminaciones nerviosas se relajan, entonces cierras los ojos y disfrutas el momento.

Empiezas a ver un callejón infinito y oscuro. Estás en la cima de lo que parece ser una ciudad abandonada, con un sólo camino en el cual se comienzan a dibujar lentamente viejos y desolados edificios, miras hacia arriba y ves la continuidad infinita de la calle, empiezas a sudar, te tiemblan las manos, entonces giras la cabeza drásticamente y miras hacia abajo, notas que desde lo más profundo e igualmente infinito del abismo se empieza a formar una luz, una luz que se acerca, una luz de color verde que poco a poco va cobrando forma. La reconoces. Sientes el ritmo cardíaco acelerado, quieres correr, quieres gritar, pero el sonido no existe en aquel lugar. De pronto, el fuerte ruido del vidrio quebrándose en trizas te hace abrir los ojos. Observas con dificultad los pedazos de vaso y el charco de agua en el suelo, pero estás mareado, necesitas sentarte.

Después de todo Newton no se equivocó completamente. Pero Newton no te puede dar las respuestas que necesitas, él es el culpable de tu tormento. Te sientes mal por haber aprobado física 1, 2 y 3 con sus respectivos laboratorios. Te da asco sentirte cómplice de las mentiras que durante años miles de personas han inventado en su afán de darle respuesta a lo que ocurre en las tres dimensiones que conocen. Si tan solo alguno de ellos sintiera lo mismo que tú. Si tuvieras el tiempo y el coeficiente intelectual para explicar la ilógica realidad que te carcome por dentro, entonces patentarías una nueva teoría que revolucionaría la historia de la física, quizás ganarías algún premio, obtendrías fama y reconocimiento mundial, tu nombre quedaría grabado para siempre en la historia, se construirían universidades con tu apellido especializadas en ciencias, serías la base de la nueva era del conocimiento, te jubilarías con un salario de seis ceros como docente investigador en una institución de talla internacional, introduciendo a nuevos jóvenes en el mundo de la irrealidad. Probablemente encontrarías una mujer igual de loca que tú y pasarías tus últimos días junto a ella y tus hijos, visitando cada tanto Punta del este, Miami, o cualquier playa exótica de la Polinesia Francesa. Empero, te sentirías incompleto, vacío y estúpido por no poder ir más allá, un fracasado más de tantos que han intentado explicar lo inexplicable. Es tan predecible como que te vas a poner de pie ahora que tu ritmo cardíaco se estabilizó, vas a caminar cinco pasos desde la sala hasta el comedor, caminarás diez pasos más, girarás a la derecha, abrirás la puerta del baño, abrazarás la taza del sanitario y vomitarás medio litro de alcohol, mil centímetros cúbicos de agua, quién sabe cuántos gramos de azúcar, dos chiles y una hamburguesa.


Yaces nuevamente bocarriba en la soledad de tu cama. Te sientes bien por haber expulsado parte del demonio que habitaba dentro de ti. Juras en vano que no volverás a tomar una gota de vino en tu vida. Te molesta el rayo de luz que arroja la lámpara de la calle y se desliza de manera atrevida entre la cortina. Necesitas dormir. Ya has aceptado tu predicción, quieres vivirla, estás emocionado por ello. Te envuelven las tinieblas de tu habitación. Cierras los ojos plácidamente y el negro absoluto se posesiona en la inmensidad de la calle, las estrellas comienzan a desaparecer, a apagarse una a una dejando destellos de tu horrible destrucción, los recuerdos fluyen con rapidez en tu mente mientras los espeluznantes edificios sombríos y abandonados se erigen a ambos lados del callejón infinito, y estando en medio de él, agradeces no ser lo suficientemente inteligente para explicar de manera lógica lo que pronto va a ocurrir. Comienzas a respirar con dificultad y poco a poco te vas transformando en algo energético, sientes el aroma de las flores frescas como bien lo dijo la profecía. Eres totalmente energía y así comienza la metamorfosis, te enrollas en ti mismo, dentro y fuera de tu ser, eres un ente lumínico, pasas de blanco a amarillo, de amarillo a azul, y estos dos colores se mezclan hasta ser un verde intenso, saboreas cada una de las tonalidades que se forman a medida que vas subiendo por la pendiente, haciéndote cada vez más infinito. Ahora sabes que eres tú la enorme pelota verde, morirás pero no para siempre, acabas de nacer en una nueva dimensión que chilla con tu otra realidad, aquella en la que sueñas que eres un cuerpo esférico perfecto rodando hacia arriba en una ciudad vacía.

jueves, 29 de noviembre de 2012

Es la era del movimiento


El hombre más honesto que he conocido no fue a la universidad. De hecho tampoco fue al colegio. Estudió hasta quinto de primaria porque desde muy pequeño tuvo que trabajar y su madre murió muy joven. Se levantaba a las cuatro de la mañana a traer agua desde un pequeño nacimiento para abastecer su casa en las labores diarias. A los ocho años cargaba todos los días en sus hombros una guadua con dos baldes llenos de agua colgando en cada lado. Y nunca se quejó. Quizás porque su mamá tenía cáncer y su padre era responsable de alimentar seis bocas. Además su hermana mayor era mujer y no era políticamente correcto que una mujer cargara el agua, arriara las bestias, cortara el pasto, hiciera el mantenimiento de las herramientas o administrara el dinero. Ella estaba destinada a otro tipo de actividades que se resumen en limpiar y cocinar o en el mejor de los casos encontrar un buen partido, casarse joven y repetir la misma historia. Y así lo hizo. Pero mi abuelo nunca se quejó, ese hombre que de niño tuvo que abandonar los juegos para dedicarse a actividades poco adecuadas. Ni siquiera en sus últimos años agobiado por la arteriosclerosis y otras enfermedades, ni siquiera en sus últimos días postrado en una cama sin poder hablar, con la misma mirada lejana y llorosa que siempre le conocí, inquieta pero con la seguridad de quien no le debe nada a nadie. Ese hombre no fue perfecto, por supuesto, pero me enseñó el valor de la honestidad, con él aprendí que ser correcto en este mundo es difícil pero vale la pena porque al final del día uno se puede ir tranquilo a dormir. Jamás le escuché un reproche, jamás le escuché quejarse, y aunque quizás nunca me lo dijo, estoy seguro de que me quiso tanto como yo lo quiero a él.

Por otro lado, la mujer más valiente que he conocido fue un error. Nació en una época en la que no era bien visto el fruto de la unión entre un blanco y una mestiza. Su padre era familiar de los Lleras. Sí, los políticos. Era prima del ex-presidente Alberto Lleras Camargo, aunque probablemente no lo haya visto más de dos veces en su vida. Ella era simplemente Rosa Camargo Rico y toda su niñez tuvo que vivir el rechazo de la sociedad hacia su mamá, quien era demasiado poco para su padre por el simple hecho de tener sangre indígena en sus venas. Rosa creció marcada por el estigma de la colonización y aun así se casó con un blanco, un tipo que la maltrataba física y psicológicamente. Pero Rosa rompió todos los esquemas, hizo algo que en esos tiempos era inconcebible, incluso peor visto que pegarle a una mujer. Una noche empacó sus maletas, agarró su único hijo y se fue para siempre de su lugar. Llegó al viejo Caldas cuando todavía quedaban tierras sin dueño y las ciudades eran incipientes. Trabajó toda su vida haciendo aseo y cuidando enfermos en una institución de salud, así sacó adelante un hijo y cuatro nietos, así se jubiló y se aseguró una vejez digna cuya pensión costeó varias de mis fiestas de cumpleaños. Paradójicamente Rosa tenía una especial preferencia por los varones, añoraba tener nietos y bisnietos masculinos y yo tuve la suerte de ser el único bisnieto hombre que conoció. Tal vez en el fondo sólo tenía miedo que su descendencia viviera lo mismo que ella, una sociedad no machista sino patriarcal, en la cual la mujer ha sido subvalorada y humillada y ha tenido que luchar por sus derechos como si fuera de otra especie. Ella siempre fue severa y de pocas palabras. Nunca se volvió a enamorar y terminó sus días satisfecha de haber tomado la decisión de estar sola. En las fotos se la ve erguida e impenetrable, masculina. Y no era lesbiana.

Y es que los valores no tienen género, se es o no se es honesto, se es o no se es valiente, se es o no se es ladrón. Punto. Pero no saquemos la excusa de que “tuvo una infancia complicada” porque todas las infancias son complicadas. Acabo de mostrar dos casos. Lo que ocurre es que ahora vivimos en un mundo tan conectado, tan rápido y con tantas complejidades que nos saturan la mente y el cuerpo constantemente, tenemos que aprender otros idiomas para ser competitivos, viajar, saber de todo un poco. Demasiada presión. Antes ni siquiera tenían teléfono. Se limitaban a trabajar la tierra y a subsistir con lo poco o mucho que ésta les daba, no iban demasiado lejos porque los medios de transporte eran limitados y no conocían mucha gente porque no había. Pero eran más felices. Se levantaban todos los días a las cinco de la mañana llenos de energía después de haber dormido diez horas. Ahora nos levantamos habiendo dormido a lo sumo siete horas, nos tomamos una taza enorme de café y salimos de la casa como quien no quiere la cosa, pensando que en poco tiempo vamos a estar sentados (con suerte) en un bus con ochenta personas haciendo mala cara porque no les han pagado la quincena, tienen que entregar un informe a primera hora, terminaron con su pareja, sus hijos están metidos en problemas y los antidepresivos ya no surten el mismo efecto.

Esta mañana me desperté a eso de las siete. Estuve media hora mirando el techo repitiéndome una y otra vez todo lo que tenía que hacer durante el día y al final la frase “me tengo que levantar”. Quejándome. Recordé a mi abuelo y después a los moto-ratones de la carrera 96 gritando “moto moto moto” y entonces pensé: ¿acaso existe otro lugar en el mundo que nos llene los sentidos de tal manera? En cada esquina hay una explosión de colores y sonidos, aromas que van por el aire, la señora asando arepas, el señor exprimiendo naranjas, el tráfico irracional que se mueve cada vez más rápido. Es la era del movimiento. Somos un pueblo con un atraso cultural de varias décadas tratando de encajar en el siglo 21. Pero ante todo somos un país lleno de pasión. Mal enfocada, por supuesto. A pesar de los problemas en todas partes hay efusividad, carcajadas, baile, festejos y sabor; pero al mismo tiempo no sabemos vivir con la diversidad. Colombia es un país que se caracteriza por tres cosas: 1) por su inmensa biodiversidad, 2) por su gran diversidad étnica y cultural y 3) por atropellar y subvalorar constantemente las dos anteriores. Vivimos en medio de una guerra absurda que nadie entiende y tenemos gobernantes que no logran crear las condiciones necesarias para terminarla. Gobernantes que van regalando así como así nuestro territorio y que salen a decir barbaridades sobre los homosexuales y los afro en las plenarias públicas. Con qué cara le vamos a pedir a nuestros niños que respeten a su prójimo si no somos capaces de aceptar la diferencia, si matamos a nuestros semejantes con la excusa  de que tuvimos una infancia complicada.

La era del movimiento nos está acabando. Necesitamos volver a vivir como mis ancestros, que cargaban agua con los hombros brotando sangre de las llagas y se partían la espalda fregando pisos ajenos. Y nunca se quejaban. Tampoco existían psicólogos o terapias para manejar los traumas. Pero jamás le reprocharon a Dios o a la vida su condición. Porque tenían valores y no vivían bajo tanta presión. A veces siento que alguien nos tiró en este mundo y se olvidó de nosotros ¿Estaremos solos? Oh Dios, guíanos. No nos dejes caer o desfallecer. Ayúdanos a entender por qué, muéstranos el camino, danos la fuerza necesaria para luchar pero también la humildad para amar y respetar tu obra. Hasta el fin de los tiempos.

jueves, 27 de septiembre de 2012

La figura de la segunda persona


Este cuarto nunca estuvo tan solo. Esta cama nunca estuvo tan fría. Este cuerpo jamás se sintió tan vacío. Esta piel nunca fue tan extensa, tan marchita. No logro hallar en el armario el rastro de la segunda persona. Sentado en la oscuridad, mientras veo cómo crece desde la esquina un pequeño agujero, intento bosquejar su figura, descifrar los trazos de su creación enfermiza, pero aún en la negra y helada soledad no logro entrever la silueta de la segunda persona.

Me pongo de pie y miro por la ventana. Ya la luna plateada en lo alto de la media noche, ya el silencio profundo en los tejados. Todo se encuentra inmerso en un sopor repugnante que domina el momento, una sola exhalación tibia y pegajosa que se cuela por debajo y por encima de la puerta, por las ventanas y por cada rendija de la casa. Ahora que mi cama se ha caído al abismo me queda sólo la mitad de la habitación. Es inevitable. Respiro con tranquilidad y una bocanada de aire caliente invade hasta el último átomo que compone mi cuerpo, trato de percibir su perfume, algo que me de una pista, pero el aroma de la segunda persona no llega a través de la ventana.

Poco a poco se van cayendo al abismo todas las cosas de mi habitación. Primero la cama, luego los zapatos, la mesa de noche, el ventilador, el armario. El hoyo crece de manera proporcional al paso de la madrugada. Me queda ahora menos de la mitad del cuarto para caminar, y es tan natural, es algo que ya he vivido, estoy acostumbrado al abismo de mi habitación. Ya no trato de evitarlo, simplemente me hago a un lado a medida que el agujero crece. Tal vez se encuentra allí la segunda persona.

Soy yo quien está en el fondo del abismo. Soy yo quien no logra encontrar la segunda persona. Soy yo quien la necesita. Cuando todo se haya consumado en esta habitación, cesará la angustia, terminaré por entender que no existe la segunda persona, que nunca necesité más que un maldito reflejo de mi mismo, un alter ego para a sentir que no soy el único, el único buscando algo, algo inexplicable.

¿Quién se inventó la figura de la segunda persona? Nadie debería necesitarla. Ojalá no tuviéramos sentimientos, deberíamos ser instintivos, autosuficientes. Pero somos humanos, queremos algo más, queremos amor y amistad, necesitamos convivir con una segunda persona, un alter ego, un segundo “yo” ligeramente distinto de nuestra personalidad original. Así es la condición humana. No dejo de repetirme en vano que todo está en el cerebro, que allí se originan los sueños, los deseos, las necesidades y las realidades. El recuerdo...

Todavía guardo en mi piel el aroma de tu cuerpo. Tu mirada aún sigue clavada en mi mente junto a tus recuerdos, tu manera de entender el mundo, nuestro pequeño mundo. ¿Por qué te has ido? ¿Dónde estarás? ¿A qué te dedicas hoy? Yo te busco. Te busco en mis sueños y también despierto. Te siento. Te siento en el viento y en la lluvia, en el sol y en la luna. Pero te has ido sin regreso y así tiene que ser. Es inevitable. Te has ido y me has dejado un vacío que no logro llenar. No encuentro en otro cuerpo la existencia de una segunda persona.

Acorralado en la esquina de mi cuarto intento recurrir a otros mecanismos. Me ahogo en decepción. Necesito hacer algo para evitar caer al abismo, entonces pienso en las posibilidades de la segunda persona. De forma: cabello largo o corto, preferiblemente rizado aunque siempre es agradable acariciar uno liso, de color negro, rubio, castaño, rojizo o incluso esos tonos y diseños excéntricos que se aplican quienes se atreven. Silueta delgada o robusta. Estatura baja, media o alta. En cuanto a raza o color de piel, sí que hay variedad así que me limitaré a todas las opciones. Unos pies y manos bien cuidados son un plus. La manera de sentarse. Sus movimientos. Su tono de voz. De fondo: el olor de una persona dice mucho de su personalidad. Los ojos claros son hermosos e interesantes pero unos ojos oscuros bien utilizados pueden ser mágicos. La mirada lo es todo. La manera de hablar. Que sepa estar en silencio y que lo rompa en el momento adecuado, para decir lo adecuado. Que tenga iniciativa. Que inspire admiración y respeto. La naturalidad siempre es más bella. De descarte: que tenga sensibilidad artística y buen gusto por el arte. Que no sea predecible. Que esté lejos de la perfección física, emocional y personal. ¡Las posibilidades son infinitas!

Ahora necesito salir de aquí. Sé que hay alguien esperando en la puerta de entrada. Me pongo de pie, camino pegado a la pared para no caer al vacío, abro con decisión la puerta de mi habitación e inhalo profunda y plácidamente, como si acabase de salir de una burbuja asfixiante. Salgo corriendo por el pasillo que da a la sala, ansioso por ver quién está del otro lado. Intento desesperadamente abrir la puerta, halo la perilla con todas mis fuerzas mientras dos gruesas lágrimas resbalan sobre mis mejillas,  mi corazón late a mil por hora, estoy empapado en sudor. Es inútil. Por más que lo intente no podré salir de aquí. Entonces me lanzo al suelo con vehemencia palpando hacia afuera, posando la mirada en la ranura inferior con la esperanza de ver algo, pero las huellas de la segunda persona no aparecen tras la puerta. Regreso a mi habitación con los primeros rayos del sol, pronto volveré a gritar en silencio, pronto volverá la incertidumbre, la necesidad, la expectativa. Ahora sólo puedo mirar sin asombro desde el precipicio. Todo se ha ido al abismo.

jueves, 30 de agosto de 2012

Hojas colgantes

Las hojas de los árboles son todas diferentes. Parecen iguales pero si uno mira bien las ramas puede ver que cada una de ellas se bifurca de diversas maneras. Yo siempre me detengo a mirarlas, tal vez porque me identifico con ellas, tal vez porque soy una de ellas. Cada vez que miro un árbol veo cientos de seres humanos colgando en sus copas, tan parecidos pero tan diferentes, con la misma raíz, estructura, y composición, y aún así con diferencias; tan juntos y al mismo tiempo tan distantes. 

Y esto es análogo para todos los seres vivientes que habitan este mundo, pero sobre todo para el ser humano, quizás porque los demás no han llegado a ese nivel de "evolución". No basta con compartir la misma cantidad de cromosomas. No basta con ser del mismo color o ideología. No basta nada. Necesitamos sentirnos diferentes, sentirnos mejores. Desde niños nos venden la idea de una igualdad utópica que ingenuamente buscamos a toda costa. Y si uno mira las etapas de la vida se da cuenta que al crecer se estrella con la realidad; cuando somos niños intentamos desesperadamente encajar en nuestro grupo de amigos, ser iguales a ellos, vestir igual a ellos. Nos da miedo ser diferentes. Pero llega un punto en la adolescencia en el cual empezamos a encontrar ridícula la idea de buscar esos patrones de comportamiento, nos sentimos ridículos, no nos hallamos, quisiéramos vivir en una burbuja para que nadie nos mirara ni nos hiciera preguntas. Y cuando crecemos la cosa cambia, entonces nos horroriza la idea de ser iguales a los demás, porque para el ser humano ser igual es ser menos que el otro.

No hay que estudiar demasiado para llegar a este tipo de conclusiones. Simplemente basta con mirar en wikipedia una mínima historia de la humanidad. La vida del hombre en la tierra comenzó hace aproximadamente 50.000 años con la aparición del Homo sapiens sapiens, quien según los científicos es la especie que dio origen a los seres humanos, cuyas características se fundamentan en la capacidad de aprovechar y transmitir a sus descendientes la información cultural por medio de su inteligencia. Desde nuestros orígenes nómadas, seguidos por la formación de enormes civilizaciones sedentarias como las Subsaharianas, Fenicia, Siria, Egipcia, China, Vikinga, Maya, y Greco-Romana, por nombrar algunas, pasando por la edad media y el renacimiento hasta nuestra época contemporánea; se ha observado un patrón de conducta similar en el ser humano: la desigualdad como estructura organizacional. Y esto da origen a conceptos como la pobreza.

La desigualdad no necesariamente es sinónimo de pobreza, pero con el tiempo se ha observado que la pobreza sí se origina a partir de la desigualdad. La pobreza suele ser medida estableciendo una “línea” que define como pobres a quienes queden por debajo de un determinado nivel de ingreso, considerado como el mínimo necesario para el logro de una vida aceptable. Sin embargo, desarrollos recientes la han acercado el término de exclusión. La pobreza es un camino hacia la exclusión. En esta última se ven los problemas y sus causas más en términos colectivos que individuales y se incorpora con más fuerza la noción de derechos y ciudadanía, oportunidades y capacidades.

Como medidas de la pobreza se han empleado herramientas como el indicador de necesidades básicas insatisfechas (NBI), que permite clasificar a la población según acceso a servicios sanitarios, condiciones de la vivienda, dependencia económica, inasistencia escolar y hacinamiento. Desde 1990 el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) utiliza el IDH (Índice de Desarrollo Humano) como la principal herramienta para medir el desarrollo humano. Este índice fue diseñado para registrar avances en tres dimensiones fundamentales: vivir una vida larga y saludable (dimensión medida por la esperanza de vida al nacer), la adquisición de conocimientos valiosos para el individuo y la sociedad (dimensión medida por las tasas de alfabetización y de matriculación escolar) y la disponibilidad de los ingresos necesarios para mantener un nivel de vida digno (dimensión medida por el producto interno bruto –PIB– per cápita ajustado por paridad del poder de compra). Para cada una de esas tres dimensiones se calcula un índice, y el promedio simple de los tres índices da como resultado el valor global del IDH.

¿Será que basta con un promedio para medir algo tan complejo? Por qué será que somos tan ingenuos y creemos que los números lo explican todo. Mero idealismo. Esto a lo sumo muestra que la igualdad absoluta no existe. Si se mira la pobreza como un estado del individuo que se adquiere debido a diversos factores del entorno y ciertas determinaciones del individuo mismo, podría surgir la pregunta: ¿es la pobreza una imposición o una elección?. Uno notaría que en cada meta, en cada objetivo del milenio planteado para reducir la pobreza hay algo de complicidad con el “pobre”, hay cierto grado de resignación en éste. Es difícil comprender cómo en un mundo completamente biodiverso, con recursos apropiados y suficientes para la subsistencia de todos los seres que habitan en él, existan personas viviendo en pobreza absoluta.

Pero no hace falta estudiar política o economía para darse cuenta de esto, simplemente si nos hacemos un autoexamen vamos a encontrar en cada uno de nosotros todas las respuestas a la crisis internacional, la misma crisis social que ha existido desde el hombre primitivo y se ha acentuado con el crecimiento de la especie. Es la naturaleza humana la culpable, sólo que necesitamos buscar en vano esa igualdad utópica. Somos hojas que se bifurcan diferente colgando del mismo árbol. Pero en el fondo todos compartimos el mismo miedo, la misma incertidumbre, la misma necesidad de búsqueda. Somos iguales en dos cosas: colgamos del mismo árbol y todos caemos al son del viento en algún momento.