Crees en la profecía. Estás tan seguro de que pasará que puedes sentir el olor de la muerte. Ahora sabes que la muerte tiene olor, de hecho lo recordaste, ya lo conoces, ese sutil aroma a flores frescas esparciéndose por doquier, mezclándose con el dolor de las personas, haciendo eterno e insoportable el momento definitivo. Y no es el tenue rayo de luz que se filtra por la cortina en la oscuridad de tu habitación lo que te hace ver con claridad lo que pasará. Es la pelota verde rodando hacia arriba. Son los edificios rústicos y monótonos, el cielo negro, sin nubes ni estrellas, que sirve de escenario para mostrarte la profecía cada vez que logras conciliar el sueño. La ansiedad es del tamaño de la pelota, que avanza como un gigante aplastando el tiempo, destrozando las teorías de física que has estudiado en la universidad.
Te sientes insignificante al no poder explicar el fenómeno de un cuerpo
esférico perfecto desplazándose en dirección opuesta a su destino lógico, te
atormenta ser el autor de tan horrendo sacrilegio. Newton te odiaría. Estando
bocarriba en tu cama, sudando, sin saber la hora exacta, lo hallas frente a ti
mirándote con desaprobación. Respirando con dificultad te percatas de la ropa y
las cobijas esparcidas por el suelo, la botella de vino en la mesa de noche
junto a tu billetera, los cuentos de Edgar Allan Poe y tu celular completamente
descargado. Te duele la cabeza. Tienes sed, entonces decides ir a la cocina
para beber un vaso de agua.
Primero pones el pie izquierdo, y sólo cuando el derecho toca el frío
repugnante del piso, piensas en el error que acabas de cometer. Te arrepientes
por un instante de no haber planeado con inteligencia el procedimiento. Estás
mareado, sientes que todo da vueltas. Avanzas con dificultad por tu habitación,
teniendo cuidado de no tropezarte con alguna prenda. A tientas, caminas por el
largo zaguán que conduce al comedor. Sabes que son diez pasos y justo a la
izquierda se encuentra la puerta de la cocina, tres pasos más y nuevamente a la
izquierda está la nevera. Abres la puerta y no te sorprende ver lo vacía que se
encuentra, al menos hay una jarra de agua. Sacas un vaso del gabinete, lo
llenas hasta rebosar y comienzas a beber con rapidez su contenido, disfrutas el
placer del líquido sagrado bajando lentamente por tu garganta, está helada,
sientes en cada célula de tu cuerpo el éxtasis de calmar la monstruosa sed que
te agobiaba, todas tus terminaciones nerviosas se relajan, entonces cierras los
ojos y disfrutas el momento.
Empiezas a ver un callejón infinito y oscuro. Estás en la cima de lo que
parece ser una ciudad abandonada, con un sólo camino en el cual se comienzan a
dibujar lentamente viejos y desolados edificios, miras hacia arriba y ves la
continuidad infinita de la calle, empiezas a sudar, te tiemblan las manos,
entonces giras la cabeza drásticamente y miras hacia abajo, notas que desde lo
más profundo e igualmente infinito del abismo se empieza a formar una luz, una
luz que se acerca, una luz de color verde que poco a poco va cobrando forma. La
reconoces. Sientes el ritmo cardíaco acelerado, quieres correr, quieres gritar,
pero el sonido no existe en aquel lugar. De pronto, el fuerte ruido del vidrio
quebrándose en trizas te hace abrir los ojos. Observas con dificultad los
pedazos de vaso y el charco de agua en el suelo, pero estás mareado, necesitas
sentarte.
Después de todo Newton no se equivocó completamente. Pero Newton no te
puede dar las respuestas que necesitas, él es el culpable de tu tormento. Te
sientes mal por haber aprobado física 1, 2 y 3 con sus respectivos
laboratorios. Te da asco sentirte cómplice de las mentiras que durante años
miles de personas han inventado en su afán de darle respuesta a lo que ocurre
en las tres dimensiones que conocen. Si tan solo alguno de ellos sintiera lo mismo
que tú. Si tuvieras el tiempo y el coeficiente intelectual para explicar la
ilógica realidad que te carcome por dentro, entonces patentarías una nueva
teoría que revolucionaría la historia de la física, quizás ganarías algún
premio, obtendrías fama y reconocimiento mundial, tu nombre quedaría grabado
para siempre en la historia, se construirían universidades con tu apellido
especializadas en ciencias, serías la base de la nueva era del conocimiento, te
jubilarías con un salario de seis ceros como docente investigador en una
institución de talla internacional, introduciendo a nuevos jóvenes en el mundo
de la irrealidad. Probablemente encontrarías una mujer igual de loca que tú y
pasarías tus últimos días junto a ella y tus hijos, visitando cada tanto Punta
del este, Miami, o cualquier playa exótica de la Polinesia Francesa. Empero, te
sentirías incompleto, vacío y estúpido por no poder ir más allá, un fracasado
más de tantos que han intentado explicar lo inexplicable. Es tan predecible
como que te vas a poner de pie ahora que tu ritmo cardíaco se estabilizó, vas a
caminar cinco pasos desde la sala hasta el comedor, caminarás diez pasos más,
girarás a la derecha, abrirás la puerta del baño, abrazarás la taza del
sanitario y vomitarás medio litro de alcohol, mil centímetros cúbicos de agua,
quién sabe cuántos gramos de azúcar, dos chiles y una hamburguesa.
Yaces
nuevamente bocarriba en la soledad de tu cama. Te sientes bien por haber
expulsado parte del demonio que habitaba dentro de ti. Juras en vano que no volverás
a tomar una gota de vino en tu vida. Te molesta el rayo de luz que arroja la
lámpara de la calle y se desliza de manera atrevida entre la cortina. Necesitas
dormir. Ya has aceptado tu predicción, quieres vivirla, estás emocionado por
ello. Te envuelven las tinieblas de tu habitación. Cierras los ojos
plácidamente y el negro absoluto se posesiona en la inmensidad de la calle, las
estrellas comienzan a desaparecer, a apagarse una a una dejando destellos de tu
horrible destrucción, los recuerdos fluyen con rapidez en tu mente mientras los
espeluznantes edificios sombríos y abandonados se erigen a ambos lados del
callejón infinito, y estando en medio de él, agradeces no ser lo
suficientemente inteligente para explicar de manera lógica lo que pronto va a ocurrir.
Comienzas a respirar con dificultad y poco a poco te vas transformando en algo
energético, sientes el aroma de las flores frescas como bien lo dijo la
profecía. Eres totalmente energía y así comienza la metamorfosis, te enrollas
en ti mismo, dentro y fuera de tu ser, eres un ente lumínico, pasas de blanco a
amarillo, de amarillo a azul, y estos dos colores se mezclan hasta ser un verde
intenso, saboreas cada una de las tonalidades que se forman a medida que vas
subiendo por la pendiente, haciéndote cada vez más infinito. Ahora sabes que
eres tú la enorme pelota verde, morirás pero no para siempre, acabas de nacer
en una nueva dimensión que chilla con tu otra realidad, aquella en la que
sueñas que eres un cuerpo esférico perfecto rodando hacia arriba en una ciudad
vacía.