jueves, 30 de agosto de 2012

Hojas colgantes

Las hojas de los árboles son todas diferentes. Parecen iguales pero si uno mira bien las ramas puede ver que cada una de ellas se bifurca de diversas maneras. Yo siempre me detengo a mirarlas, tal vez porque me identifico con ellas, tal vez porque soy una de ellas. Cada vez que miro un árbol veo cientos de seres humanos colgando en sus copas, tan parecidos pero tan diferentes, con la misma raíz, estructura, y composición, y aún así con diferencias; tan juntos y al mismo tiempo tan distantes. 

Y esto es análogo para todos los seres vivientes que habitan este mundo, pero sobre todo para el ser humano, quizás porque los demás no han llegado a ese nivel de "evolución". No basta con compartir la misma cantidad de cromosomas. No basta con ser del mismo color o ideología. No basta nada. Necesitamos sentirnos diferentes, sentirnos mejores. Desde niños nos venden la idea de una igualdad utópica que ingenuamente buscamos a toda costa. Y si uno mira las etapas de la vida se da cuenta que al crecer se estrella con la realidad; cuando somos niños intentamos desesperadamente encajar en nuestro grupo de amigos, ser iguales a ellos, vestir igual a ellos. Nos da miedo ser diferentes. Pero llega un punto en la adolescencia en el cual empezamos a encontrar ridícula la idea de buscar esos patrones de comportamiento, nos sentimos ridículos, no nos hallamos, quisiéramos vivir en una burbuja para que nadie nos mirara ni nos hiciera preguntas. Y cuando crecemos la cosa cambia, entonces nos horroriza la idea de ser iguales a los demás, porque para el ser humano ser igual es ser menos que el otro.

No hay que estudiar demasiado para llegar a este tipo de conclusiones. Simplemente basta con mirar en wikipedia una mínima historia de la humanidad. La vida del hombre en la tierra comenzó hace aproximadamente 50.000 años con la aparición del Homo sapiens sapiens, quien según los científicos es la especie que dio origen a los seres humanos, cuyas características se fundamentan en la capacidad de aprovechar y transmitir a sus descendientes la información cultural por medio de su inteligencia. Desde nuestros orígenes nómadas, seguidos por la formación de enormes civilizaciones sedentarias como las Subsaharianas, Fenicia, Siria, Egipcia, China, Vikinga, Maya, y Greco-Romana, por nombrar algunas, pasando por la edad media y el renacimiento hasta nuestra época contemporánea; se ha observado un patrón de conducta similar en el ser humano: la desigualdad como estructura organizacional. Y esto da origen a conceptos como la pobreza.

La desigualdad no necesariamente es sinónimo de pobreza, pero con el tiempo se ha observado que la pobreza sí se origina a partir de la desigualdad. La pobreza suele ser medida estableciendo una “línea” que define como pobres a quienes queden por debajo de un determinado nivel de ingreso, considerado como el mínimo necesario para el logro de una vida aceptable. Sin embargo, desarrollos recientes la han acercado el término de exclusión. La pobreza es un camino hacia la exclusión. En esta última se ven los problemas y sus causas más en términos colectivos que individuales y se incorpora con más fuerza la noción de derechos y ciudadanía, oportunidades y capacidades.

Como medidas de la pobreza se han empleado herramientas como el indicador de necesidades básicas insatisfechas (NBI), que permite clasificar a la población según acceso a servicios sanitarios, condiciones de la vivienda, dependencia económica, inasistencia escolar y hacinamiento. Desde 1990 el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) utiliza el IDH (Índice de Desarrollo Humano) como la principal herramienta para medir el desarrollo humano. Este índice fue diseñado para registrar avances en tres dimensiones fundamentales: vivir una vida larga y saludable (dimensión medida por la esperanza de vida al nacer), la adquisición de conocimientos valiosos para el individuo y la sociedad (dimensión medida por las tasas de alfabetización y de matriculación escolar) y la disponibilidad de los ingresos necesarios para mantener un nivel de vida digno (dimensión medida por el producto interno bruto –PIB– per cápita ajustado por paridad del poder de compra). Para cada una de esas tres dimensiones se calcula un índice, y el promedio simple de los tres índices da como resultado el valor global del IDH.

¿Será que basta con un promedio para medir algo tan complejo? Por qué será que somos tan ingenuos y creemos que los números lo explican todo. Mero idealismo. Esto a lo sumo muestra que la igualdad absoluta no existe. Si se mira la pobreza como un estado del individuo que se adquiere debido a diversos factores del entorno y ciertas determinaciones del individuo mismo, podría surgir la pregunta: ¿es la pobreza una imposición o una elección?. Uno notaría que en cada meta, en cada objetivo del milenio planteado para reducir la pobreza hay algo de complicidad con el “pobre”, hay cierto grado de resignación en éste. Es difícil comprender cómo en un mundo completamente biodiverso, con recursos apropiados y suficientes para la subsistencia de todos los seres que habitan en él, existan personas viviendo en pobreza absoluta.

Pero no hace falta estudiar política o economía para darse cuenta de esto, simplemente si nos hacemos un autoexamen vamos a encontrar en cada uno de nosotros todas las respuestas a la crisis internacional, la misma crisis social que ha existido desde el hombre primitivo y se ha acentuado con el crecimiento de la especie. Es la naturaleza humana la culpable, sólo que necesitamos buscar en vano esa igualdad utópica. Somos hojas que se bifurcan diferente colgando del mismo árbol. Pero en el fondo todos compartimos el mismo miedo, la misma incertidumbre, la misma necesidad de búsqueda. Somos iguales en dos cosas: colgamos del mismo árbol y todos caemos al son del viento en algún momento.