El hombre más honesto que he conocido no fue a la universidad. De
hecho tampoco fue al colegio. Estudió hasta quinto de primaria porque desde muy
pequeño tuvo que trabajar y su madre murió muy joven. Se levantaba a las cuatro
de la mañana a traer agua desde un pequeño nacimiento para
abastecer su casa en las labores diarias. A los ocho años cargaba todos los
días en sus hombros una guadua con dos baldes llenos de agua colgando en cada
lado. Y nunca se quejó. Quizás porque su mamá tenía cáncer y su padre era
responsable de alimentar seis bocas. Además su hermana mayor era mujer y no era
políticamente correcto que una mujer cargara el agua, arriara las bestias,
cortara el pasto, hiciera el mantenimiento de las herramientas o administrara
el dinero. Ella estaba destinada a otro tipo de actividades que se resumen en
limpiar y cocinar o en el mejor de los casos encontrar un buen partido, casarse
joven y repetir la misma historia. Y así lo hizo. Pero mi abuelo nunca se
quejó, ese hombre que de niño tuvo que abandonar los juegos para dedicarse a
actividades poco adecuadas. Ni siquiera en sus últimos años agobiado por la
arteriosclerosis y otras enfermedades, ni siquiera en sus últimos días
postrado en una cama sin poder hablar, con la misma mirada lejana y llorosa que
siempre le conocí, inquieta pero con la seguridad de quien no le debe nada a
nadie. Ese hombre no fue perfecto, por supuesto, pero me enseñó el valor de la
honestidad, con él aprendí que ser correcto en este mundo es difícil pero vale
la pena porque al final del día uno se puede ir tranquilo a dormir. Jamás le
escuché un reproche, jamás le escuché quejarse, y aunque quizás nunca me lo
dijo, estoy seguro de que me quiso tanto como yo lo quiero a él.
Por otro lado, la mujer más valiente que he conocido fue un error. Nació
en una época en la que no era bien visto el fruto de la unión entre un blanco y
una mestiza. Su padre era familiar de los Lleras. Sí, los políticos. Era prima
del ex-presidente Alberto Lleras Camargo, aunque probablemente no lo haya visto
más de dos veces en su vida. Ella era simplemente Rosa Camargo Rico y toda su
niñez tuvo que vivir el rechazo de la sociedad hacia su mamá, quien era
demasiado poco para su padre por el simple hecho de tener sangre indígena en
sus venas. Rosa creció marcada por el estigma de la colonización y aun así se
casó con un blanco, un tipo que la maltrataba física y psicológicamente. Pero Rosa
rompió todos los esquemas, hizo algo que en esos tiempos era inconcebible,
incluso peor visto que pegarle a una mujer. Una noche empacó sus maletas,
agarró su único hijo y se fue para siempre de su lugar. Llegó al viejo Caldas
cuando todavía quedaban tierras sin dueño y las ciudades eran incipientes. Trabajó
toda su vida haciendo aseo y cuidando enfermos en una institución de salud, así
sacó adelante un hijo y cuatro nietos, así se jubiló y se aseguró una vejez
digna cuya pensión costeó varias de mis fiestas de cumpleaños. Paradójicamente Rosa
tenía una especial preferencia por los varones, añoraba tener nietos y bisnietos
masculinos y yo tuve la suerte de ser el único bisnieto hombre que conoció. Tal
vez en el fondo sólo tenía miedo que su descendencia viviera lo mismo que ella,
una sociedad no machista sino patriarcal, en la cual la mujer ha sido subvalorada y
humillada y ha tenido que luchar por sus derechos como si fuera de otra
especie. Ella siempre fue severa y de pocas palabras. Nunca se volvió a
enamorar y terminó sus días satisfecha de haber tomado la decisión de estar
sola. En las fotos se la ve erguida e impenetrable, masculina. Y no era
lesbiana.
Y es que los valores no tienen género, se es o no se es honesto, se es
o no se es valiente, se es o no se es ladrón. Punto. Pero no saquemos la excusa
de que “tuvo una infancia complicada” porque todas las infancias son
complicadas. Acabo de mostrar dos casos. Lo que ocurre es que ahora vivimos en
un mundo tan conectado, tan rápido y con tantas complejidades que nos saturan
la mente y el cuerpo constantemente, tenemos que aprender otros idiomas para
ser competitivos, viajar, saber de todo un poco. Demasiada presión. Antes ni siquiera
tenían teléfono. Se limitaban a trabajar la tierra y a subsistir con lo poco o
mucho que ésta les daba, no iban demasiado lejos porque los medios de
transporte eran limitados y no conocían mucha gente porque no había. Pero eran
más felices. Se levantaban todos los días a las cinco de la mañana llenos de
energía después de haber dormido diez horas. Ahora nos levantamos habiendo
dormido a lo sumo siete horas, nos tomamos una taza enorme de café y salimos de
la casa como quien no quiere la cosa, pensando que en poco tiempo vamos a estar
sentados (con suerte) en un bus con ochenta personas haciendo mala cara porque
no les han pagado la quincena, tienen que entregar un informe a primera hora,
terminaron con su pareja, sus hijos están metidos en problemas y los
antidepresivos ya no surten el mismo efecto.
Esta mañana me desperté a eso de las siete. Estuve media hora mirando
el techo repitiéndome una y otra vez todo lo que tenía que hacer durante el día
y al final la frase “me tengo que levantar”. Quejándome. Recordé a mi abuelo y
después a los moto-ratones de la carrera 96 gritando “moto moto moto” y
entonces pensé: ¿acaso existe otro lugar en el mundo que nos llene los sentidos
de tal manera? En cada esquina hay una explosión de colores y sonidos, aromas
que van por el aire, la señora asando arepas, el señor exprimiendo naranjas, el
tráfico irracional que se mueve cada vez más rápido. Es la era del movimiento. Somos
un pueblo con un atraso cultural de varias décadas tratando de encajar en el
siglo 21. Pero ante todo somos un país lleno de pasión. Mal enfocada, por
supuesto. A pesar de los problemas en todas partes hay efusividad, carcajadas,
baile, festejos y sabor; pero al mismo tiempo no sabemos vivir con la
diversidad. Colombia es un país que se caracteriza por tres cosas: 1) por su
inmensa biodiversidad, 2) por su gran diversidad étnica y cultural y 3) por
atropellar y subvalorar constantemente las dos anteriores. Vivimos en medio de una
guerra absurda que nadie entiende y tenemos gobernantes que no logran crear las
condiciones necesarias para terminarla. Gobernantes que van regalando así como
así nuestro territorio y que salen a decir barbaridades sobre los homosexuales y los afro en las plenarias públicas. Con qué cara le vamos a pedir a nuestros niños que respeten a su
prójimo si no somos capaces de aceptar la diferencia, si matamos a nuestros
semejantes con la excusa de que tuvimos
una infancia complicada.
La era del movimiento nos está acabando. Necesitamos volver a vivir
como mis ancestros, que cargaban agua con los hombros brotando sangre de las
llagas y se partían la espalda fregando pisos ajenos. Y nunca se quejaban. Tampoco
existían psicólogos o terapias para manejar los traumas. Pero jamás le reprocharon
a Dios o a la vida su condición. Porque tenían valores y no vivían bajo tanta
presión. A veces siento que alguien nos tiró en este mundo y se olvidó de
nosotros ¿Estaremos solos? Oh Dios, guíanos. No nos dejes caer o desfallecer. Ayúdanos
a entender por qué, muéstranos el camino, danos la fuerza necesaria para luchar
pero también la humildad para amar y respetar tu obra. Hasta el fin de los
tiempos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario